Donde pensé que íbamos a sanar

 Capítulo: Una carta tomo el camino 


La historia de por qué terminaría con él comienza —curiosamente— por su amigo Yepz.

Al principio, no lo amaba. A veces incluso me disgustaba. De cerca, no era tan atractivo como lo parecía sobre un escenario, y él lo sabía…

Pero me vendió su facha de activista rockstar, y yo se la compré. Le creí.


No se confundan:

No soy buena.

Soy humana.

Tengo defectos, grietas, contradicciones… y esos defectos, los suyos y los míos, se unieron para formar una de las relaciones más tóxicas que he vivido.


Andar con él no era andar con uno…

Era andar con cinco. O tal vez cuatro, ya no lo recuerdo con exactitud.

Todos hombres ya mayores —más de 25 años—

Y yo, con el dinero suficiente para apoyar sus sueños, me convertí en una integrante más del proyecto.

La novia, sí… pero también la promotora. La que resuelve. La que invierte.


Los ensayos eran en mi casa.

Sus amigos iban y venían, trayendo consigo guitarras, humo, y mujeres… muchas mujeres.

A algunas me las presentaban como sus novias.

Eran dulces, simpáticas. Me encariñaba.

Hasta que un día, sin explicación, ya no estaban.

Y entonces llegaba otra.

Y yo tenía que volver a sonreír, saludarla, hacerme su amiga… y olvidar a la anterior.


Esa fue mi rutina.

Un ciclo donde la fidelidad era un chiste y la lealtad, un disfraz.

Un entorno donde fingí encajar, cuando por dentro ya estaba cansada.


Se acercaba una fiesta y tenía un dilema muy estúpido:

Había invitado a “la nueva” pero no podía invitar a “la vieja” —Pero la vieja —con cariño lo digo—

Ya era nuestra amiga.

Ya se había ganado su lugar.

Y ypz sudando por no saber cómo resolver su propio enredo.


¿Quieres que te cuente una de las mejores noches de mi vida?


Nos juntamos en mi casa todas las chicas con la vieja…

Y esa noche fue increíble.

La luna y la noche nos susurraban qué hacer.

Como si el cielo estuviera de nuestro lado, como si el universo estuviera aburrido…

y dijera: “ándale, hagan su desmadre mágico.”


Éramos solo nosotras.

Chicas cansadas, heridas, chispeantes.

Encendimos una fogata con lo que encontramos.

Había cervezas, maquillaje corrido, risas que se convertían en aullidos.


Nos pintamos la cara con sombra negra, delineado chueco y brillo en los labios.

Y empezamos a girar alrededor del fuego.

Nos tomamos de las manos, y sin saber muy bien por qué…

empezamos a gritar:


“¡Anabel! ¡Anabel! ¡Anabel!”


Anabel era la nueva.

Un apodo que salió de la nada y se convirtió en símbolo.

No era una venganza. Era un exorcismo.

Una forma de soltar, de reírnos, de jugar a que podíamos quemar lo que nos dolía.


Por un ratito, fuimos brujas.

Y sí: jugábamos a quemar a Anabel en la hoguera.

Nos dejábamos llevar por la noche, por el calor, por la cerveza…

y por ese sentimiento de que nada podía tocarnos.


En nuestra defensa:

Estábamos borrachas.

Éramos jóvenes.

Y solo queríamos sentirnos poderosas.


Y lo fuimos.


Entre cenotes y diferencias


Nos fuimos de vacaciones, Manesuko y yo.

Llegamos a San Luis.

Nos hospedamos en un hotel muy austero… demasiado austero.

Las hormigas me picaron los pies.

No dormí bien.

Sentía que cada rincón me empujaba al límite de mi paciencia.


Y luego vinieron los cenotes.

Dios mío.

Un agujero enorme, oscuro, con una soga colgando para que te metieras.

Arriba, una cascada hermosa.

Abajo, lo desconocido.


Yo no sé nadar.

Le tengo pavor a lo profundo.

El agua me asusta cuando no toco el fondo.

El pánico me invadía.


A él, en cambio, le encantan las cosas extremas.

Su mirada se iluminaba, emocionado.

Y aun así… no se metió.

Le pedí que buscáramos otro lugar, uno más bajito, cerca del río.

Y él, con toda su emoción contenida, me dijo que sí.


Pero me dolía verlo con ganas de meterse.

Y que no lo hiciera.

Me decía: “Sin ti, no me meto”.

Y eso me presionaba.

Porque yo sí podía esperarlo. Podía sentarme en una piedra, verlo nadar feliz y aplaudir desde afuera.

Pero él no.

Él no quería entrar si yo no iba con él.


Y entonces te das cuenta…

Qué difícil es estar en una relación cuando somos tan distintos.

Cuando el miedo de uno choca con el deseo del otro.

Y ambos se aman, pero no siempre encajan.


Agradezco que fuimos a lo bajito.

Ahí sí me metí.

Y me divertí mucho.

Me sentí como una niña.

Con el agua hasta la cintura, viendo pescaditos nadar entre mis piernas.

Ahí, en lo simple, encontramos algo que sí podíamos compartir.


La carta que llegó con el atardecer


Esa tarde, el sol comenzaba a hundirse entre los árboles,

la brisa olía a río y a silencio.

Yo pensaba que el día terminaría suave…

pero entonces llegó una carta.


Yepz se había enterado de lo de Anabel.

Del fuego.

Del juego.

Del círculo de mujeres que gritaban entre risas y sombras.


Y en vez de buscarme, de reclamarme a mí,

le escribió a él.


Le reclamó como si él fuera mi dueño.

Como si lo que yo hiciera con mis amigas necesitara su permiso.

Como si no pudiera arder libremente en mi propia fogata.


Básicamente algo así decía… 

*“Valeria fue cruel.

No entiendo cómo pudo llamarla Anabel,

A ti te amo…

pero no quiero volver a verla.”*


Pensé mil cosas,

pero lo que más me dolió fue lo pequeño del gesto.

Estábamos de viaje.

Éramos dos lejos del mundo.

Y aun así, el mundo nos alcanzó.


¿Qué pensó él en ese momento?

No lo sé con certeza.

Pero el cuerpo rara vez miente.


Lo vi temblar.

Los dedos inquietos, la mirada perdida,

ese silencio entre sus labios como si cada palabra fuera una amenaza.

Se puso nervioso, demasiado.

Y pude intuirlo…

pensaba en la pérdida.


Perdería a su mejor amigo.

A su guitarrista.

A su banda.

A su refugio.

¿Cómo ensayar sin él? ¿Cómo cruzar la casa sin toparse conmigo?

Quizá —pensé con un nudo en el pecho— imaginó volver a encerrarme,

como si esconderme fuera más fácil que defenderme.


Y mientras él buscaba una salida cómoda,

yo —sentada a su lado— esperaba algo hermoso.


Una frase simple.

Una certeza cálida.

Algo como:

“Amor, estás en tu casa. Puedes reír con tus amigas, bailar alrededor del fuego si así lo sientes.

Son cosas entre mujeres, ellas lo resolverán. Yo estoy contigo.”


Pero no.

Eso no llegó.

En su lugar, vino el regaño.

El juicio.

Y ahí, en ese pequeño gesto de traición cotidiano,

empezó el declive.


Quizá espero demasiado del amor.

Quizá aún creo en los compañeros que te cubren la espalda sin hacer tantas preguntas,

en esos amores apasionados que no se doblan cuando sopla el viento.


Esa noche, ninguno durmió.

Él se revolvía en ansiedad,

como si la banda fuera más frágil que la relación.

Yo, en cambio, no dormí por tristeza.

Por una herida nueva que no sangraba, pero se quedaba.


Teníamos que grabar un vlog, sonreír, fingir normalidad.

Pero todo en nosotros era lo contrario.

Él pensaba en su banda.

Yo pensaba en el silencio que me había dejado sola.


Y entonces, como dos fugitivos sin crimen claro, decidimos huir a Guanajuato.

Un cambio de escenario.

Otro telón.


Llegamos a Guanajuato con el corazón aún a medio remendar.

Durante el camino hablamos mucho.

Le dije lo que llevaba atorado en el pecho desde hace tiempo.

Que era injusto que yo tuviera que callar, sonreír,

hacerme amiga de la que sigue, de la siguiente,

como si mi casa fuera una sala de espera para infidelidades disfrazadas de ensayo.


Le expliqué que ese problema no lo inventé yo.

Que lo trajeron ellos.

Con su música, sus risas, sus secretos.

Pensaron que podían usar mi espacio como refugio para su desmadre,

y esperaban que yo limpiara después sin decir una palabra.


Él escuchó.

Yo hablé.

Parecía que por fin algo se había comprendido.


Y entonces, al llegar, entramos a un hotel precioso.

De esos que parecen sacados de una postal.

Piedra antigua, faroles cálidos, silencio amable.


Nos miramos y dijimos:

“Aquí. Aquí nos vamos a volver a enamorar. Aquí todo va a estar bien.”


Pero justo cuando íbamos a pagar,

lo inevitable ocurrió.


Él buscó su cartera… y no estaba.

No había efectivo.

No tarjetas.

No INE.

Solo maletas abiertas, ropa esparcida y su cara blanca como papel.

Sacaba y metía cosas con desesperación.

Y toda la gente en la recepción comenzó a mirar.


Cuando veo una crisis, intento ser útil.

No me gusta el caos si puedo organizarlo.

Le dije:

“Amor, cálmate. Vamos afuera. Vamos al coche. Lo buscamos con calma, ¿sí?”


Lo saqué de ahí con suavidad.

Fuimos al auto.

Revisamos todo.

Nada.


La verdad emergió como una piedra lanzada al fondo:

la había dejado en el cajón del hotel austero.

El de las hormigas.

El que habíamos abandonado como un mal sueño.

Y ahora, de noche, en otro estado,

teníamos que regresar a San Luis.


Primero nos enojamos.

Las palabras se volvieron tensas, secas, casi frías.

Pero luego lo miré, exhalé despacio,

y le dije:

“¿Sabes qué? Ya estamos aquí. Vamos a disfrutar el viaje.

Pongamos música. Vamos a San Luis. No dejemos que esto nos lo quite todo.”


Quise creer que con voluntad podía salvar algo.

Quise cambiar la narrativa.

Así que me esforcé por mantenernos despiertos, atentos, vivos.

Él manejaba, yo hablaba, le cantaba pedacitos de canciones,

abría los ojos una y otra vez, aunque me ardieran del cansancio.


Finalmente, llegamos al hotel austero.

Tocamos.

Esperamos.

Tocamos otra vez.

Pero…

nadie abrió.


Éramos los únicos huéspedes.

Y al irnos,

nadie se quedó vigilando.

Todos se habían ido a sus casas.

El hotel estaba cerrado, dormido, ajeno a nuestra urgencia.


Ya era de madrugada.

Hacía frío.

Y aunque yo había intentado mantener el ánimo,

la realidad me venció:

Tuvimos que dormir en el coche.


Sí.

Así de absurdo.

Así de triste.

Y con ese humor que uno se obliga a sacar cuando ya no queda nada,

me reí.

Me reí para no llorar.


Y en la mañana,

como escena de película absurda,

el señor del hotel tocó el vidrio con sorpresa.


“¿¡Cómo que se durmieron aquí!?”

Nos miraba desconcertado, como si pensara que habíamos abandonado el cuarto y luego regresado por él…

Y sí, teníamos cara de historia extraña.


Pero lo importante:

la cartera estaba ahí.

En el cajón.

Silenciosa. Intacta.

Como si todo esto hubiera sido una prueba extraña del universo.


Volvimos a Guanajuato.

Tratamos de olvidar el asunto.

Tratamos de sonreír.

De salvar lo que quedaba.


Pero yo ya estaba decepcionada.

Una carta.

Una sola carta de su amigo,

había sido suficiente para tambalear todo.

¿Qué tan frágiles eran nuestros pilares?

¿Tan poco se necesitaba para desestabilizar lo que yo consideraba una familia?


Él la pasó mal en Guanajuato.

No logró disfrutar nada.

Y al final, decidimos regresar a la Ciudad de México antes de tiempo.


Así se arruinaron mis vacaciones.

Y aunque hay momentos que intento rescatar,

lo cierto es que cuando pienso en ese viaje…

siento un poco de desprecio.

Sufrí mucho.

Y eso no se borra tan fácil, ni siquiera con los paisajes más bellos.

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